Apenas siete u ocho años atrás en Bulgaria hablaban de una revolución. De alguien que asomaba para insertarse en la escena mundial. No, no era un político. Era un tenista. Un tenista llamado Grigor Dimitrov.
El nacido en el pequeño pueblo de Haskovo, ubicado al sur de Bulgaria, irrumpía en el circuito Junior y los medios locales lo bautizaban como el nuevo Federer. La similitud en sus golpes, entre ellos el revés a una mano, sirvió en esa época para relacionar a ambos tenistas. Para los búlgaros era el heredero. El futuro sucesor al Nº1 del mundo, ese puesto que tanto supo disfrutar el suizo.
Sin embargo, la explosión de Dimitrov tardaba en llegar. Si bien insinuaba de manera esporádica con sus buenas actuaciones, nunca terminaba de explotar todo su potencial. Su irregularidad empezaba a ser su característica principal, al punto de poder derrotar sin inconvenientes a un Top-10 y al partido siguiente caer frente a un jugador sin tantos recursos técnicos.
En consecuencia, Dimitrov decidió hacer una transformación en su equipo de trabajo: contrató hacia fines de 2016 a Daniel Vallverdú como su entrenador principal. En el venezolano encontró a alguien en quien confiar. Y, a partir de entonces, se gestó la modificación que lo condujo a un gran 2017. Cambió su manera de encarar los partidos, se lo tomó más relajado y sin la presión que cargaba años atrás por ser considerado el «Nuevo Federer».
Su juego comenzó a fluir con mayor frecuencia. Y los resultados -tan esperados- empezaron a llegar. Título en Brisbane para comenzar la temporada 2017, donde venció a Thiem, Raonic y Nishikori en los cuartos de final, semifinales y final, respectivamente. Luego, semifinales en el Abierto de Australia -derrota en cinco sets ante Nadal- y título en su tierra, en el ATP 250 de Sofía, situación que provocó una escalada en el ranking y lo dejó al borde del Top-10.
Pero otra vez volvió la inconsistencia y los resultados sobre polvo de ladrillo no fueron satisfactorios. Lo mismo sucedió en césped, aunque en Wimbledon cayó en la cuarta ronda ante el campeón del certamen: Roger Federer.
No obstante, recuperó esa conexión con el juego y en Cincinnati levantó su primer título de Masters 1000 sin ceder sets. Su desempeño esa semana dentro de la cancha fue supremo. Sus movimientos parecían de un bailarín de ballet. Y el revés brilló al compás en cada partido. Todos datos que lo pusieron nuevamente en el centro de la escena y, de ese modo, se perfiló como un serio candidato a dar pelea en el US Open. Sin embargo, su actuación en Nueva York fue decepcionante, según él mismo declaró tras la derrota en la segunda ronda ante el joven ruso Andrey Rublev.
Semanas más adelante alcanzó la final en Estocolmo -perdió ante Del Potro-, pero lo más importante pasó por sus sensaciones en la pista: volvió a sentirse cómodo y fuerte, con la ilusión de pelear el Masters de Londres.
Y fue en la capital británica donde revolucionó el tenis. Sin grandes figuras, el Masters perdió su resplandor habitual. Sin embargo, Dimitrov se encargó de conquistar a los fanáticos a través de triunfos y un alto vuelo tenístico. En la fase de grupos vapuleó a todos sus rivales. Thiem, Goffin y Carreño Busta desfilaron sin generarle problemas, hecho que le permitió acceder invicto a las semifinales. Allí, se lució ante Sock y en la definición superó en un duelo no aptos para cardíacos al belga Goffin (7-5 4-6 6-3), a quien había derrotado en la primera fase sin inconvenientes.
Después de tanto soñarlo, Dimitrov se convirtió en Maestro y, desde mañana, será el nuevo Nº3 del ranking mundial, detrás de Nadal (1º) y de Federer (2º), respectivamente. Ahora, toda Bulgaria puede festejar tranquila esa revolución tenística de la que hablaban hace casi una década atrás.
Por: Ayrton Aguirre